(...)Siempre del lado de los “réprobos”, de los que apuestan por la duda y el tanteo –y no por las creencias que dispensan de seguir pensando–, no es casual que Savater cite una frase del libro de Bertrand Russell, Por qué no soy cristiano: “No son los argumentos racionales sino las emociones las que hacen creer en la vida futura”. Russell le permitió al filósofo vasco articular teóricamente los planteamientos escépticos de su temprana incredulidad juvenil. ¿Cómo puede ser que alguien crea de veras en Dios, en el más allá, en todo el circo de lo sobrenatural? “Aunque me he criado en un país católico, en una familia también católica, siempre me he preguntado en qué consiste creer”, dice el filósofo en la entrevista con Página/12. “La filosofía trata de plantearse muchas de las inquietudes que se plantea la religión, pero sin salirse de los límites de la razón, sin ir más allá de lo que la razón pueda alcanzar, sin la necesidad de salirse del palco de la razón y caer en dogmas.” Savater no niega la relevancia cultural, antropológica o incluso política de las diversas doctrinas religiosas. Apunta sus dardos al meollo de la cuestión: el problema es que millones de personas creen en dogmas religiosos de un modo no meramente cultural, antropológico o político. Creen, vigorosamente, en lo invisible y lo improbable.
–¿Por qué considera que el mejor argumento para creer en lo sobrenatural es que “si no fuese porque somos mortales no existirían creencias religiosas”?
–No veo ningún otro argumento para creer en lo sobrenatural más que el miedo a la muerte. Si los seres humanos fuéramos eternos, invulnerables, lo más parecido a los dioses que habría seríamos nosotros. Pero la constatación de nuestras limitaciones, de nuestra muerte, de nuestro final, nos lleva a que soñemos un tipo de seres que tienen todas esas ventajas que no tenemos, es decir que sean eternos, que sean potentes, que puedan hacer todo aquello que nos está negado. La cuestión es proyectar en el cielo el tipo de vida que consideraríamos un ideal inalcanzable.
–Usted plantea que el miedo y el deseo serían los principios básicos de las creencias religiosas. ¿Cuál es el más fuerte o el que se impone?
–No sé hasta qué punto se podría imponer el miedo o el deseo. Más que miedo, preferiría hablar del rechazo a la idea de la muerte. No es el sobresalto que sentimos cuando vemos un peligro; es el rechazo a la idea de pensar que nosotros podemos dejar de ser como si nunca hubiéramos sido. La muerte no es simplemente un fenómeno biológico, sino que es el dejar de ser como si nunca hubiéramos sido. Heidegger decía que estábamos como flotando en la nada, que hemos surgido de la nada y que nos volvemos a hundir. Eso inasimilable –Freud decía que nadie es mortal en su inconsciente, que nadie acepta la idea de la muerte– hace que busquemos una serie de trámites o de relaciones con la muerte que la hagan más soportable. Pero las religiones fracasan en gestionar simbólicamente la muerte. Conozco pocas personas religiosas que vean la muerte con absoluta tranquilidad, como si no sucediera nada. Es verdad que las hay, pero el señor que se pone tres capas de dinamita y grita “Alá”, pues ese señor ha resuelto que él no le tiene miedo a la muerte.
–En el momento en que usted se iniciaba en la filosofía difícilmente hubiera creído que el debate reflexivo sobre la cuestión religiosa conservaría su vigencia. ¿Por qué cree que no sólo la conserva, sino que ha vuelto con tanta fuerza?
–¡Hombre!, hay muchas razones y no me atrevería a dar una causa. Pero evidentemente se debe al quiebre de las grandes explicaciones ideológicas. Durante la Guerra Fría el bloque soviético marxista y el capitalista liberal tenían una solidez que se apoyaba y justificaba mutuamente en la polaridad. Pero una vez que desapareció uno de los polos, el otro no tuvo fuerzas para continuar. La ruptura de las grandes explicaciones, de los grandes relatos en la posmodernidad –y como los relatos anteriores ya no sirven, sólo queda hacer una especie de trabajo pragmatista para ver cómo nos arreglamos con el mundo y cómo negociamos con el futuro–, ha permitido que surgiera una nostalgia de esa ideología fuerte e invulnerable que es la religión. Sobre todo también por la evolución del mundo islámico, que ha contagiado de religiosidad a todo el planeta.
Savater critica a Michel Onfray, autor de Tratado de ateología, que en una entrevista declaró que creer en Dios es como creer en Papá Noel o los Reyes Magos. “Por simpático que pueda resultarnos este exabrupto, me parece un argumento simple e ingenuo”, advierte el filósofo. “Muchas personas creen toda su vida y con bastante vehemencia en Dios, pero la creencia en Papá Noel o en los Reyes Magos es transitoria y compromete significados o demandas que son meramente de índole mercantil o pueril. Es simplificador y engañoso sostener ese pensamiento.” A quien sí defiende el autor de La vida eterna es al filósofo y antropólogo alemán Ludwig Feuerbach, considerado el “padre” intelectual del humanismo ateo contemporáneo. “Feuerbach es a la religión lo que Darwin a la evolución; alguien que explica las cosas como pasan, por supuesto que, como todos los filósofos, tiene también las limitaciones circunstanciales de su época. Pero en conjunto su idea es acertada, sostenible y tiene mucha vigencia.” Y la idea de Feuerbach podría sintetizarse en esta frase: “Un Dios es por lo tanto un ser que satisface el deseo de los hombres”.
–¿Por qué se le pregunta al ateo si cree en algo?
–Lo raro parece que es no creer, que uno solamente crea en lo que ve, lo que oye, lo que le pasa, y no crea que existe una serie de súper seres invisibles que flotan alrededor de nosotros (risas). Lo normal sería que nosotros no tuviéramos que dar explicaciones, pero como ellos tienen una tradición, preguntan si crees porque no saben muy bien por qué creen: “A ver si este señor me aclara por qué creo yo” (se ríe).
(...)
Por Silvina Friera